La transparencia a la que están sometidos las corporaciones privadas y organismos públicos, pasando por los individuos que los representan, está resultando la principal damnificada en los escándalos que llevan dándose en los últimos años.
Se ha pasado de los bancos que son "demasiado grandes para caer", a las empresas que son "demasiado grandes para ser sancionadas" ante flagrantes fechorías o los poderosos que son "demasiado influyentes y ricos" para pagar por sus faltas.
Los ciudadanos asisten entre sorprendidos y hartos a este festín de impunidad de los poderosos.
Son pocos los que, caídos en desgracia y expulsados de los círculos de poder, tienen que afrontar un linchamiento mediático, y menos, apenas un puñado han tenido que pisar la cárcel y purgar sus penas como cualquier otro ciudadano común.
Para los profesionales de las relaciones públicas es un golpe relevante, ya que, ante la evidencia palpable que no hay nada que temer por parte de los poderosos, el respeto y la importancia que se le pueda dar a la reputación de las empresas y gobiernos se diluyen como un azucarillo.
La transparencia que se debe promover en una sociedad libre, justa y democrática pierde totalmente su sentido cuando, incluso quedando a la intemperie sus desmanes, los culpables siguen tan campantes.